A modo de marco
Del seminario de Lacan sobre Los escritos técnicos de Freud extraemos lo que sigue, pertenece a la clase del 30 de junio de 1954:
Es esto lo que debemos explorar rigurosamente [la palabra auténtica] si queremos realizar aunque no sea más que un mínimo progreso en la reflexión acerca de lo que hacemos. Por supuesto, nada nos obliga a hacerlo. (...) No obstante, todo progreso capaz de constituir una revelación en el mundo simbólico implica, al menos por un breve instante, un esfuerzo de pensamiento. Ahora bien, un análisis no es más que una serie de revelaciones particulares para cada sujeto. Es pues verosímil que su actividad exija que el analista se mantenga alerta respecto al sentido de lo que hace y que, de vez en cuando, se deje un rato para pensar [1].
En un texto del ´53 contemporáneo a los inicios de aquel seminario, Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, Lacan dice -como en tantos otros lugares- cosas absolutamente subversivas al respecto de la formación de los analistas. Ironiza sobre la pretendida formación entendida como escuela de conductores que no se satisface en el interés de extender las licencias sino que también aspira a controlar la construcción automovilística. A no mucho andar en este escrito lo vemos detenerse en lo que se ha llamado análisis de control. Extraigamos una vez más, un pequeño párrafo al respecto.
Si el controlado pudiese ser colocado por el controlador en una posición subjetiva diferente de la que implica el término siniestro de control (ventajosamente sustituido, pero sólo en lengua inglesa, por el de supervisión), el mejor fruto que sacaría de ese ejercicio sería aprender a mantenerse él mismo en la posición de subjetividad segunda en que la situación pone de entrada al controlador. [2]
A despecho de las lecturas cronológicas hagamos intervenir una última cita:
"Sin embargo es indispensable que el analista sea al menos dos. El analista para tener efectos y el analista que, a esos efectos, los teoriza" [3].
Al menos dos, comprende el tres como tercer lugar entre uno y otro, ese que los enlaza. Y así, entre el acto y la lectura de sus consecuencias, en el entre-dos, el intervalo donde podrá alojarse un esfuerzo de interrogación. Tal esfuerzo halla un lugar privilegiado en la supervisión, la de un recorte de un análisis en curso.
Experiencia de formación
El psicoanálisis hace de la supervisión una experiencia de formación. ¿Por qué?
¿Es porque alguien trae al analista el llamado a la realidad que ha extraviado en su paciente? Si así fuera sería el fantasma el que comandaría el ejercicio, puesto que la realidad es eso que hay de más o menos compartido en los fantasmas. Ese ejercicio sería el de retocarlo, perfeccionarlo, canjearlo... ¿por el del analista, por el del supervisor?
¿Es porque alguien más experimentado corrige los errores del practicante? Creeríamos así que se hace psicoanálisis dominando una técnica que se habría despojado de la escabrosa función sujeto. En consecuencia, quedaría atrás la relación al saber.
La supervisión en tanto experiencia de formación, hace a una experiencia de discurso. Es esta experiencia la que podrá tener efectos de formación, de transmisión del psicoanálisis.
¿Cuál discurso?
Si como nos ha enseñado Lacan, el saber habla solo y no dice tonterías, es por estar a su escucha que el analista es tomado en la transferencia. También, que un discurso es un texto que incluye en su partitura las notas de los silencios y que por sostenerse en un cierto número de relaciones estables puede muy bien subsistir sin palabras. Entre quien habla y quien escucha, la palabra cobra un especial estatuto. Del lado del analizante, la operación del sujeto supuesto al saber y la asociación libre. Del lado del analista, atención libremente móvil para operar con la palabra en sus efectos subjetivos. Esta disposición a la sorpresa, lo novedoso, va de la mano con el desprendimiento de toda idea preconcebida para poder escuchar el saber que surge del texto que se le ofrece, de modo que el suyo propio -su saber- no le haga síntoma. El discurso, el giro de un discurso a otro, es eso que acontece entre el analizante y el analista.
¿Qué puede obtenerse de la supervisión sino la verificación de los efectos de un discurso, sus vacilaciones, sus alcances?
Sin olvidar entonces que este, en cuyas grietas el deseo acecha, se inscribe en la trama de la que partió, aquella que provee la transferencia.
Alcances
Un analista cuenta a otro sobre una cura que dirige. Y mientras cuenta ocurre que también intenta dar cuenta de las consecuencias de ese tratamiento en curso. Una aspiración a la formalización de lo que se suele llamar un caso se abre paso. La forma misma de presentar el material, de organizar el relato, la pone en práctica, la ejercita.
No es poca cosa frente a las opciones que rinden homenaje a los procedimientos mágicos. Ni frente a la seducción del ensueño custodiado por ceremoniales y compases burocráticos.
Hay quien supervisa para no supervisar, en otras palabras, hay también supervisión no analítica. Por ir a contrapelo del ritual ella no es obligatoria [4].
Para intranquilidad de muchos y beneficio del psicoanálisis, entre quienes nos sentimos tocados por la enseñanza de Lacan la supervisión surge como una necesidad que porta una lógica y una temporalidad propia. Quienes insertan su práctica en instituciones de salud se ven alcanzados por exigencias de legítimo derecho: rendir cuentas de su proceder profesional (si, profesional) en el campo de la salud; habremos ganado mucho sin embargo si a los dispositivos implementados a tal fin no los llamamos "supervisión".
En ella, en el campo del psicoanálisis, que es el de una ética, contamos con lo dicho por el analizante, contamos con las intervenciones del analista y por último, con sus efectos subjetivos. El analista, ese que cuenta de su praxis, se halla en posición de analizante. ¿Pero en que sentido? Es quien sigue la vía de una pregunta para mantenerse alerta acerca del sentido que le imprime a su práctica. Sin embargo, y porque no se trata de un análisis, que uno esté en posición de analizante no implica que el otro esté en posición de analista. El supervisor no está en tal función y hace a la suya no olvidarlo.
Para trabajar con el discurso, se debe confiar en él y en sus estilos. El del analizante, pero también el de quien supervisa. Si hay tropiezos en el análisis, leerlos, puntuarlos, es enmarcar su alcance por haber sido situados. Si en el analista hay prisa, preocupación, aburrimiento, etc., interrogar por qué. Cuando el analista ha tomado cierta vía, seguramente no carecía de razones. ¿Pero cuáles? Podrá en tal caso precisarlas, reconstruirlas, inferirlas. La supervisión se hace entonces el tiempo de la pregunta del analista. De su despliegue, su hallazgo o su reformulación. En consecuencia es también un tiempo, uno entre otros, de la respuesta.
Si cada demanda incluye al menos dos deseos, no es impensable que el analista que orienta a otro su pregunta espere que aquel se la resuelva. A veces es la causa de un peregrinar a la búsqueda de uno que le diga que hacer. Un sujeto no advertido muy bien puede ir tras un control, una regulación, un alivio a su responsabilidad. Por aquello de "quien busca encuentra", ¡puede encontrar!... quien lo adoctrine para atemperar su angustia; lo provea de material bibliográfico a la medida para engrosar el mismo saber del que luego tendría que despojarse; contribuya a su archivo de recetas prontas a ser aplicadas a despecho del tempo del analizante... un buen benefactor que ayude al encuentro de lo que desde antes se buscaba. ¿Adonde habrá ido a parar la falta y el provecho de su presencia? ¿En que rincón del olvido habrá quedado la subjetividad?
Hace a la supervisión, no responder a tal demanda. Claro, esto no significa no responder nada. Mas no habrá de aportar "la" solución a lo que sin embargo puede muy bien alojar en tanto demanda para ponerla a trabajar.
¿Qué es ponerlo a trabajar sino como decíamos, verificar los alcances de un discurso?
Puede suceder que el analista se encuentre con lo que se suele llamar sus puntos ciegos. No se trata de que el supervisor los marque, estos podrán surgir en el analista como consecuencia del trabajo realizado. Sin embargo supervisión y análisis no se superponen ni se reemplazan entre si. Sus espacios difieren aunque una arista los vincule y tengan efectos de formación en los analistas. Por ello decíamos antes que el supervisor no debe arrogarse el lugar de analista aunque encarne una cierta función del sujeto supuesto al saber. Si el analista reflexiona sobre sus propias dificultades subjetivas aportando incluso alguna anécdota de su historia personal, bastará con guardar silencio y retornar luego sobre la palabra del analizante. Esto es, sobre el eje de las únicas asociaciones pertinentes, las del paciente. Si hubieran motivos para interrogarse sobre el valor de obstáculo de una pequeña serie de intervenciones analíticas, plantear las preguntas oportunas pueden bastar para introducir una separación en aquello que se había presentado como coagulado tras una respuesta anticipada.
Centrarse sobre el discurso no es controlarlo ni vigilarlo sino respetarlo, lo cual es también no forzarlo.
No adelantarse a lo que de él decanta es limitarse al material con el que se cuenta. Si no hemos olvidado aquello de la retroactividad o si se quiere el après-coup, haremos la incesante prueba de que el psicoanálisis no está hecho para cerrar, para que las cosas nos cierren, sino para ir tras aquello que no anda -tras las huellas del deseo-, para devolverle a la palabra la potencia que le es propia. Un analista podrá encontrar o tal vez verificar las coordenadas en las que ha comprometido su acción pues supervisar es trabajar también sobre la propia relación al saber.
Lic. Marisa Rau
Buenos Aires, Enero de 2002
NOTAS:
[1] Lacan, El seminario, libro 1, Bs. As., Ediciones Paidos, 1981, p.388-9.-
[2] Lacan, Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis, en Escritos 1, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 1895, p.243.-
[3] Lacan, Seminario RSI, clase 10-12-74 -versión no oficial-.
[4] No faltan quienes, en un abierto disimulo, lo anhelan en aras del bien común: unos sabrían sobre la poción exigible, otros -engalonados- suministrarían el brebaje para dosificar aquello de lo que se sienten guardianes.
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